miércoles, 29 de abril de 2015

La estancia vacía







En la escuela suelen enseñar cosas que son ciertas y otras que no lo son. Con la frase anterior no acabo de reinventar la dinamita pero solemos olvidarnos de ello. En el transcurso de nuestras vidas aprendemos cosas que no estaban en los libros ni en el discurso de un maestro como que los árboles y las piedras pueden tener alma... incluso un humilde y sencillo botijo. Las ciudades a ciertas horas de la madrugada, cuando todos duermen y el alumbrado ilumina las calles con una luz mágica, también tienen alma. Solemos vivir en estancias donde los objetos acaban siendo sujetos. Cada libro en la estantería, la maceta de no sé qué cerca del alfeizar de la ventana o ese cuadro horroroso de un ciervo y una cabaña al fondo, en casa de tus padres, acaban teniendo entidad propia. Al salir de casa, imagino que sucede dentro.
Vivimos en una sociedad donde el Silencio es un lujo. Estoy convencido de que el lenguaje del alma es el silencio. Al contrario de lo que podemos pensar, el silencio no es ausencia sino otra forma de comunicarnos. Quiero imaginar que cuando salgo de una habitación la planta de la ventana le pregunta al libro de Camus como lleva el día, este le responde que algo cansado de llevar reflexiones profundas... interviene el diccionario de inglés quejándose que hace tiempo nadie lo consulta y el botijo sonríe afirmando que él está muy fresquito... en silencio...

Los desiertos no son lugares inhóspitos si entiendes que el silencio es su lenguaje... Me tocan las gotas para mis oídos, en breve volveré a dejar de escuchar el silencio de mi estancia para oír como el camión del butano toca el claxon, el tapicero me ofrece renovar mi desgastado sofá o el teléfono suena... benditos desiertos... benditas estancias vacías...

martes, 14 de abril de 2015

Página en Blanco





Creo que llevo escribiendo desde que no sabía ni leer. En aquella época las bibliotecas eran tan escasas como hoy en día pero al menos tuve la suerte de nacer en un hogar lleno de libros. Los chicos de entonces se divertían en la calle y como en mi barrio eran muy bestias, yo prefería estar en casa ojeando libros o viendo Barrio Sésamo. A finales de lo setenta Televisión Española tenía poca oferta audiovisual para los niños, así que me repartía entre debates de la Clave con el bien recordado Balbín y los libros ilustrado que me mostraban lo amplio y maravilloso que era el mundo más allá de las puertas de mi casa. Recuerdo que con ocho años le cogí a mi padre su olivetti y tras aporrearla muchas horas escribí mi primer cuento, una historia lacrimógena con fatal desenlace.
Mi primera lectura fue un libro de trescientas páginas sobre un pueblo de Siberia cerca del Lago Baikal, jamás olvidaré al personaje que en pleno invierno iba desnudo con una toalla y un martillo a darse su baño matinal.
Hasta bien entrado los veinte y tras leer a Semprún no comprendí que escribir resulta para muchos una necesidad vital tan importante como el acto de respirar.
Escribir me ha salvado la vida en mucha ocasiones y esto último no es una mera expresión.
Escribir supone salir más allá de uno mismo, conectar con los demás en aquello que sienten, que no dicen... al fin y al cabo saber que no estamos solos.
Escribir es un acto de humanidad, esa humanidad que nos convierte en ese animal contradictorio del que se puede esperar lo mejor y lo peor.
Escribir nos transforma, nos modela como el alfarero al barro.
Cuando escribimos somos más nosotros, ese que los demás no pueden o no quieren ver... Aún conservo aquella vieja olivetti, aún sigo escribiendo. 

sábado, 11 de abril de 2015

PASOS Y MÁS PASOS EN LA ARENA




No por borrar la huella
se borra el pie que la dejó.
(Miguel Ángel Arenas)

I

         Leo y releo este breve poema y medito,
discrepo,
intuyo que debe ser la huella la que que permanezca
y el pie quién siga su camino y perezca.

         A cada paso tuyo, a cada huella en la arena,
le asaltará inmediata la ola que quiera hacerse con ella,
zalamera surgirá la curva de mar,
con sus collares de espuma,
sus inevitables cantos de sirena
y murmullos de abismo,
que pretenderá besar tu brecha abierta,
apoderarse de ella,
tu estela en la playa,
tu presencia de arena.

         Así, se repite esta breve escaramuza
en todas las orillas de la tierra,
a cada instante,
tras un paso, otro paso,
y otro,
y otro,
y bajo cada paso,
un eco en la arena.
Y tras cada eco hecho hueco,
el inmediato amago de hurto de esa cadencia.

         Del mismo modo que el hombre camina por la arena,
y siente que el mar le acecha,
pelea el hombre contra sí mismo,
pelea contra otros hombres,
otros hombres que al hombre acechan.

         Debemos ser cientos, debemos ser miles los hombres que caminen,
los hombres que bordeen todas las riberas.
Debemos multiplicar nuestros pasos,
nuestra rastro de retales en la asediada arena,
debemos llegar lejos,
muy lejos,
a todos los rincones de la tierra
lejos de litorales, riberas y fronteras.



II

         Como un mar desesperado, querrá un hombre inmóvil
amputar la huella del que se multiplica,
querrá al fin ese hombre quemar nuestras lenguas
incapaz de incendiar las palabras que nos habitan,
querrán ese mismo hombre arañar nuestros besos,
agoniza por marchitar lo que en nuestros labios grana,
que corte su hacha de rayo nuestras manos:
será inútil talar nuestro aguacero de puños.
Querrá ese hombre al fin, 
apoderarse de nuestro cuerpo,
retornar así el polvo a ser polvo que se habita,
polvo estiércol,
polvo llanto,
polvo quieto,
a ser el hombre sólo barro y la mujer costilla sola,
arcilla, ladrillo para el látigo y barbecho para la hoguera,
hombre sólo piedra en una honda.

         Debemos ser cientos, debemos ser miles los hombres que caminen,
debemos ser siempre más que las olas del mar,
que no por amputar nuestros pies que marchen y peregrinen,
se borren las huellas que por la arena y la piedra germinen:
en cada huella que dejamos, está todo lo que somos.


Dedicado a Rocío.
Malabo, 11 de abril del 2015