miércoles, 18 de julio de 2012

MALDITAS LLAVES (Capítulo final) Un drama real, diario y mortal para los gatos.

Así que me acomodo en la primera terraza que veo, ya no me avergüenzan la camiseta llena de lamparones, los pantalones roídos, mi pelo despeinado, mi cara de sueño y mi pan bajo el brazo. Tengo dinero en el bolsillo, y puedo comprarme lo que quisiera. Café con leche y una tostada de tomate para celebrar el Ulises de pacotilla en que el destino me ha visto obligado a transformarme esta mañana, capaz de superar cualquier situación adversa que me saliese al paso.

Apurado mi desayuno, y leídos todos los periódicos del bar, económicos, deportivos y hasta los del cotilleo, cae sobre mí como una losa la hora que marca el reloj de mahon que hay justo al lado de la máquina tragaperras. ¡Las doce y cuarto! Joder, porqué me habré levantado tan temprano esta mañana… Sólo han pasado dos horas y media desde que he descubierto que había salido sin llaves. Estoy tentado de volver a sentarme y pedir otro café con leche y otra tostada, pero en ese bar ya no tengo nada que hacer, así que mejor voy a seguir dando tumbos por el barrio, aunque ahora con el capital económico bastante más menguado, pero el estómago lleno: 2, 02 euros. Creo que lo guardaré para una última cervecita después de otro largo paseo para hacer tiempo. Hacer tiempo, curiosa expresión. Y es casi cierta, pues cada hora que pasa parece estar hecha con miles de ladrillos que voy colocando uno a uno.

Vuelvo entonces a caminar erráticamente por las calles. Es curioso comprobar como mi atención se aferra a con tanta ansia a cualquier cosas con tal de distraerme. Me demoro minutos que me parecen horas mirando cualquier escaparate, espero pacientemente a la orilla de los pasos de cebra, me fijo minuciosamente en los rostros de las personas que pasan a mi lado, vuelvo a demorarme en los escaparates, los kioskos de prensa resultan todo un oasis, puedo entretenerme leyendo y releyendo las cabeceras de la prensa y las portadas de las revistas, hasta que el dueño de turno empieza a mirarme con aire osco y me lanza indirectas del tipo “¿Alguien va a comprar algo” o “Si quieres leer gratis, vete a una biblioteca”. No en una biblioteca, que siempre me han dado un poco de grima esos sitios con tanto viejo leyendo periódicos y tanto chiquillo voceando entre las estanterías, pero si acabo metiéndome en una librería de segunda mano donde puedo pasar más tiempo ojeando libros sin despertar demasiados recelos. Es más, incluso puede que sacrifique los dos euros para la cervecilla y acabe comprando

Pero nada, en la librería, me percato inmediatamente de que no hay mucho en lo que entretenerme. Además, sacando algunos libros a voleo, con bonitas encuadernaciones y muy bien apiladitos, compruebo que el precio de todos ellos es más que prohibitivo para el par de monedas que no dejo de manosear nervioso en mi bolsillo. Aún así, antes de abandonar el local, me acerco a una caja algo apartada en la que hay una buena montonera de volúmenes y extraigo uno de ellos al azar. “Técnicas de primeros auxilios para gatos”. Ja, ja, ¡obra maestra! Lo primero que pienso es que "¿qué técnicas podrían necesitar esos bichos del diablo?" Y lo segundo "¿quién llevaba una vida tan aburrida como para escribir un manual sobre primeros auxilios gatunos?" En fin, lo volteo entre mis manos y ¡coño!, sólo cuesta dos euros…Pues mira, con lo aburrido que estoy, me servirá para reírme un rato. El dependiente me mira con cierta sorna al cobrarme el ejemplar, seguro que piensa que tengo más pinta de comerme los gatos que de cuidarlos cual Francisco de Asís… En fin, abandono la tienda más ancho que pancho, enarbolando mi flamante adquisición y cuando veo un banco vacío, con sombrita y relativamente cerca del sitio dónde me reuniré con mi casero, me siento y me dispongo a disfrutar de un apacible rato de lectura…

Quiénes me vean en este momentos encorvado de ese modo sobre el libro, tan atento, seguro que se imaginarán que estoy leyendo algo así como la mejor novela de todos los tiempos, o algún raro manuscrito del que sólo yo tengo una copia. El caso es que tan amena lectura me engancha de un modo que no creía posible. Además viene con unos gráficos muy interesantes, con felinos ejecutando los escorzos más increíbles y señoras vestidas de blanco otorgándoles atenciones dignas de los guerreros vikingos en el warhala. Pero sobretodo, ¡que carajo!, estoy tremendamente aburrido. En estos momentos me leería con la misma atención un folleto del Mercadona o un prospecto de crema para las almorranas. Y así, en mi siguiente par de horas aprendo a entablillar patas tras caídas de árbol, a identificar las distintas causas de envenenamiento, ya por una clematide, un eléboro negro o fíjate tú, por muérdago, (si es que estos bichos se comen cualquier cosa sin pan y sin preguntar), también a extraer cuanta pelusa ingieran, a curar la manía de correr detrás de las pelotas de lana, a tratar escaldaduras, incluso a realizar el boca a morro, en caso de paro respiratorio del bicho en cuestión… A punto estoy de empezar a leer el fascinante episodio dedicado a hipotermias y enfriamientos cuando escucho una voz que me grita “¿Eh, Julián, qué haces ahí?”. Y es Manuel, mi casero, que me llama desde la otra punta de la calle. Y antes de darme las llaves me suelta un “Vaya pinta que me traes. Buena juerga te pegaste anoche” Y añade, “Espero que no fuese en el piso, sin avisarme a mí, gambitero”.

“Joder Manuel, las cuatro y cuarto. Me iba a volver loco esperando… Mira lo que estaba leyendo para pasar el rato. Y mira con que pinta. A pique de que me metan en la cárcel por vagabundeo”. “Si es que mira que te he dicho que dejes una copia de las llaves a la vecina, que es buena gente y siempre está en el piso” Malditas llaves, pienso, vaya mañanita me han hecho pasar “Ya ya, pero como llevo poco tiempo, siempre se me olvida. Pero cuando llegue a casa se las paso a la vecina, y le pido perdón por destrozarle la radiografía”. Por fin nos despedimos y yo salgo disparado para casa. Subo hasta mi piso y abro la puerta con la misma sensación de reconquista que debieron sentir los Reyes Católicos al entrar en Granada. Ya estoy dentro de casa, suspiro, me palpo el bolsillo y pienso “malditas llaves”. Justo en ese momento me llaman por teléfono. “¿Quillo, dónde tasmetío?” “Buff, si yo te contase” “Llevamos un rato en el bar, ¿te vienes o qué?” Y sin pensarlo respondo ”Vale me ducho y bajo en un momento. Qué ganas de una caña fresquita” Y que le den por culo a la vida formal. Por cierto, la barra de pan, todavía la llevo debajo del sobaco.


FIN DE ESTA INCREÍBLE SAGA...

martes, 17 de julio de 2012

MALDITAS LLAVES (2ª parte). Un drama real y diario.

Un subidón de adrenalina agita mi cuerpo cuando tanteo con la radiografía las ranuras del marco de la puerta. Me siento como el Lute, Al Capone, el Dioni y Rodrigo Rato juntos, aunque sólo esté intentando abrir la puerta de mi propio piso. Pienso que llevo una vida demasiado aburrida cuando algo así me hace sentir tan malvado. ¡Yo, ladrón de bancos, señor del crimen!, pero si cuando voy a comprar a la frutería se me cuelan todas las viejas, ¡vaya mangui de mierda que estoy hecho!. De todos modos, la sensación me dura muy poco. Doblo la radiografía, se arruga por unas esquinas, se resquebraja por otras, se me deshace al fin entre mis manos, pero no he conseguido abrir la maldita puerta. Tantos años de educación cristiana han hecho de mí un ser completamente inútil para cualquier tipo de maldad. Desisto cuando la casera me golpea el hombro y me dice que Manuel, mi casero, podrá dejarme otra copia de la llave, pero que no podrá ser hasta las cuatro de la tarde, cuando salga del trabajo. “¡A las cuatro de la tarde! ¿Qué hago en todo ese tiempo? “Resignado, le devuelvo a la vecina la radiografía hecha pedazos, le doy las gracias y vuelvo a bajar a la calle.
 
Tengo unas cinco horas por delante, sin saber muy bien que hacer, luciendo mis ropas de pordiosero, con sólo dos céntimos en el bolsillo y una barra de pan en el sobaco. A la espera de que el ejercicio me inspire alguna idea genial, empiezo a caminar sin rumbo fijo. Después de una media hora de vagar erráticamente, llego hasta la estación de tren, justo en el momento que desde el estómago empiezan a llegarme los primeros amagos de protesta. Algo normal, ya que hace una hora más o menos le había prometido un suculento desayuno y sin embargo me estoy dedicando a callejear y hacer ejercicio “como las personas formales”. En cierto modo, pienso que ya estoy haciendo un poco de deporte antes de desayunar, ¿no?, aunque no era esto lo que había pensado para mi primer día de “cambio radical”. “¿Qué hago?” Puedo acercarme a casa de algún amigo, pero sin móvil, me será imposible contactar con alguien y avisarle de mi improvisada visita. Además, casi prefiero que nadie conocido me vea en este lamentable estado, para evitar así ser la comidilla en las próximas fiestas. Uff, ¡pero es que realmente tengo mucha hambre! Tanto ir y venir me ha abierto el apetito. Hambriento, sin dinero, frente a la estación de ferrocarril la solución casi me viene sola… Asaltaré a la primera persona con la que me cruce y le explicaré mi atípica situación, seguro que se apiadaba de mí y me ayuda con alguna aportación económica. Es una tarea con larga tradición, seguro que cientos de años de acoso al transeúnte y de la búsqueda de su piedad, dan sus frutos, sino, el oficio hubiese desaparecido hace mucho tiempo… Pues nada, frente a una ventana ensayo algún que otro gesto compungido, afortunadamente mis ropas hacen el resto, me armo de valor, me guardo la vergüenza en un bolsillo, le susurro unas palabras de aliento a mi barriga y cuando veo salir al primer viajero con cara de cansancio y despiste por el hall de la estación, le suelto de sopetón toda una retahíla de lamentos, quejas y peticiones. “Miréustedbuenhombrenecesitoalgodedinero
paradesayunarporquehastalascuatronopodrévolveraentraramicasa,blablabla…” Poco le falta al abordado coger la maleta entre sus manos y salir corriendo. Por su cara de repulsa noto casi al instante que no voy a sacar nada de él, si acaso un guantazo, así que le dejo ejecutar su finta y que se largue con viento fresco. Pero no me desanimo, porque no sabré qué decirle a mi estómago sino le consigo comida en media hora, además, no tengo otra cosa que hacer…Dos, tres, cuatro viajeros, un par de transeúntes esperando el bus urbano, y todos reculeando y defendiéndose con el mismo gesto torcido, hasta que ¡bingo!, al séptimo intento, mi pequeña tragedia griega, hábilmente ejecutada, (sólo me falta un coro de plañideras a mis espaldas haciéndose eco de mis desgracias), da resultado y tengo por fin en mi mano mi primera moneda de ¡50 céntimos! Dios mío, nunca esta pequeña moneda dorada luciendo en mi palma me pareció tan hermosa. Ni jamás nómina alguna me pareció tan bien ganada. Este primer éxito me envalentona sobremanera y así, acosa que te acosa, lamenta que te lamenta, de nuevo, por un extraño guiño de la estadística, el séptimo acorralado, vuelve a darme otra monedita, y en esta ocasión es…¡un flamante euro! Ya tengo para un café, que estirándolo al máximo, saboreándolo largamente en cada sorbo, sentadito en una terraza con un periódico, podré hacerme rebañar una buena horita de la espera hasta que llegue el casero. Aunque yo, mente emprendedora y preclara dónde las haya, me pongo enseguida a hacer cabalas. La regla no puede ser más sencilla. Cada siete personas, un premio, y este además, este parece doblarse conforme avanzo en mi acoso. La proyección es matemática, de seguir así, si consigo acorralar a unas treintaycinco personas, podré sacar casi unos diez eurillos. Tras tan rotundo éxito financiero, ya empiezo a plantearme:

- Primero: prescindir del desayuno y pensar seriamente en una gran comida en un restaurante lujoso de la ciudad.

- Segundo: ir mañana al trabajo y decirle al jefe que me iba, pues estaba claro que este nuevo oficio estaba mucho mejor remunerado.

Redoblo entonces mis esfuerzos aunque, de repente, la estadística y mis sueños de potentado, empiezan a irse al garete. Ya no hay tal “proyección aritmética”. Conforme avanzan los minutos, y pese a perfeccionar en cada intento mi pequeña retahíla pedigüeña, de las siguientes personas que asalto, que me parecen miles, apenas les puedo sisar otros tres eurillos. Con todo, aunque estoy agotado de ir de un sablazo a otro, tintinea en mi bolsillo la cuasi astronómica cantidad de 4,52 euros… ¡Voy entonces a por el desayuno! No es una plenitud absoluta, pero casi puedo decir que estoy contento por cómo he conseguido enderezar la jornada.

Continuará...




lunes, 16 de julio de 2012

MALDITAS LLAVES (1ª parte). Un drama real.

Tengo una de esas mañanas en las que me veo con energía suficiente para cambiar de un plumazo todas mis malas rutinas. Esos pequeños gestos de mi día a día que cada vez que se me escapan me hacen rechinar los dientes, y me hacen pensar que nunca me desprenderé de ellos. En fin, necesito sólo un par de pellizcos de monotonía, conseguir encadenar cuatro o cinco días de relativo orden y seguro que la vida empieza a irme otra vez viento en popa. Me bastaría por ejemplo, con ser capaz de retirarme a tiempo en todas estas fiestas en las que “sin querer” me veo me atrapado noche tras noche, y que por la mañana, con la cabeza a punto de estallar y la garganta reseca, me hacen jurar y perjurar cual cuervo de Poe o gallego recogiendo chapapote, “Nunca más”.

Estoy en uno de esos días en los que incluso en calzoncillos y recién levantado no me veo tan mal frente al espejo, metiendo un poco la tripa incluso diría que estoy resultón, así que me creo todos mis buenos propósitos, me voy envalentonado y decido que voy a coger las horas por los cuernos y les voy a sacar el máximo provecho. Nada de dejarme atrapar tan temprano por el agujero negro del sofá y los treinta y seis canales de la tele. El primer sacrificio ya lo he hecho. ¡Madrugar! Son las diez menos cuarto, una hora que dos días antes pensaba que ni siquiera existía. No sé porqué (supongo que por las pastillas de colores de anoche) pero hoy ya estoy despierto y medianamente espabilado, aunque, pese a mi autoestima por las nubes, la pinta que arrastro es lamentable. Lo segundo, antes incluso de desayunar, ¡un buen paseo en bici!, para sudar un poco y desentumecer el cuerpo. Así que me pongo el pantaloncito elástico, me calzo las zapatillas, me cubro entero con guantes, musleras, rodilleras, y muñequeras y me ajusto el casco y mis ray-ban hacendado que lo mismo me valen para la discoteca que para ganar el tour. No es que haga mucho deporte, la verdad, pero en mi casa te puedes encontrar todo tipo de chismes, tales como raquetas, zapatillas o un par de balones de no sé qué… Pero entonces, desde el balcón, me doy cuenta de la mañana tan estupenda que hace. “Quizás sea mejor tomarse antes el desayuno y con el café calentito, media docena de churros y un canutito, planear una ruta y calcular los kilómetros que me puedo meter entre pecho y espalda en esta primera salida, que no es plan de empezar subiendo el mortirolo”. Así que me vuelvo a la cocina, y empiezo a abrir todos los armarios en busca de un poco de café, aunque no encuentro nada, sólo un par de tarros pequeños con perejil y canela en rama, que de poco me pueden servir. En el frigorífico el panorama que descubro es aún más desalentador. Estanterías asoladas que lo único que muestran son churretones de raros colores y extrañas texturas, un par de pimientos arrugados y un limón cubierto de una rara pelusa blanca que empieza a adquirir un tono verde radiactivo. Nada con lo que pueda prepararme no ya un suculento desayuno, sino incluso un desayuno básico. Me desvisto, me vuelvo a poner los pantalones con los que me acosté anoche, (llegué tan cansado de “tomar unas cañas” que no me dio ni tiempo a cambiarme la ropa), y me enfundo la primera camiseta que me encuentro a mano… Salgo a la calle y una vez cerrada la puerta compruebo si llevo las llaves en los bolsillos. Este es uno de mis gestos absurdos de los que me cuesta desprenderme, ¿para qué compruebo si llevo las llaves cuando ya estoy fuera del piso? (soy un tío listo, si señor). Y ocurre lo que tantas y tantas veces he temido que ocurriese cada vez que palpaba mis bolsillos. ¡Ostia puta, no he cogido las llaves! Lo que tintinea entre mis manos son sólo las pocas monedas que me sobraron de la juerga de anoche. Las miro y las sopeso en mi mano. Cincuenta y dos céntimos que no me llegan siquiera para comprar todo eso que tenía planeado pillar para el desayuno. “¿En qué cojones estaría pensando cuándo salí del piso? ¿Qué hago ahora?” Por la inercia que produce la primera llamarada de cabreo, bajo hasta la panadería. Voy por las escaleras repitiendo a modo de mantra hindú “Soy gilipollas, soy gilipollas, soy gilipollas”. Compro una barra de pan. Me sobran aún dos céntimos ¡cojonudo! Pero ¿para qué quiero la barra de pan? Vuelvo al portal y llamo entonces por el telefonillo a la vecina. Surge una voz entre metálica y desconfiada que me pregunta que quién es. Con lo que creo que es mi mejor tono de súplica y algo aturullado, le explico a la vecina mi situación. Subo andando, esperando que el ejercicio me aclare un poco las ideas. Cuando llego de nuevo a la puerta, allí está la vecina mirándome con cara de ¿y ahora que vas a hacer, espabilao? Ensayo un gesto compungido, carraspeo. “Perdona vecina ¿conocía usted a mi casero? Lo digo por si puede llamarle por teléfono y pedirle otra copia de mis llaves”. Yo sé dónde trabaja y se me ocurre que podría acercarme hasta allí para explicarle mi despiste, (pero por supuesto la ley de Murphy comienza a desplegar sus alas y mi casero trabaja en la otra punta de la ciudad). Me imagino atravesando las calles de soportal a soportal, procurando que me vea la menos gente posible, porque parece que mi sensación de ridículo me sale por los poros y es perceptible para todo aquel con el que me cruzo. Pienso que tiene que haber otra solución. Afortunadamente el marido de la vecina sí conoce a mi casero. “Espera que lo llamo para que él llame a Manuel”, mi casero, “y él nos llame a nosotros para que le pidas las llaves”. ¡Perfecto!, aunque eso puede llevar un buen rato. Y entonces tengo la primera idea medio en condiciones desde que empezó la mañana. “Vecina, ¿No tendría por casualidad una radiografía o algo parecido?”. Muchas veces me han comentado que es relativamente sencillo abrir una puerta con un trozo de plástico. Ha llegado la hora de probarlo. Y la vecina, que empieza a parecerme una santa, se escabulle a su piso y sale al momento enarbolando una lámina negra. “Toma, prueba con esto, mientras yo llamo a mi marido”.
 
Continuará...