viernes, 3 de junio de 2011

IDIOSINCRACIA (o porqué Jimena se hizo bibliotecaria) 3ª Parte

Un buen día, se coló en el despacho de su padre. Nunca había entrado en él, pero sabía que allí también se guardaban muchos libros. Esa habitación era como un santuario, el último de los viajes que realizaría en su búsqueda de todas las palabras del mundo. Y lo que encontró superó con creces todos sus sueños. Era una habitación elegante, con una enorme mesa en el centro. También había algunas sillas forradas de terciopelo, con hermosos respaldos de madera tallada. Pero lo que más le sorprendió fueron las estanterías que cubrían las cuatro paredes de ese cuarto, y como esas estanterías estaban completamente repletas de libros. No descubrió un solo hueco en el que colocar un nuevo volumen. No podía tampoco, colar alguno de sus dedillos entre los libros apilados, encajaban a la perfección unos al lado de los otros. Le sorprendía esa exactitud matemática, ese completo dominio del espacio. Pensaba que estarían en ese despacho, todos los libros del mundo. Como si no, justificar ese orden extremo, ese equilibrio en todos y cada uno de los anaqueles. En este despacho no faltaba ningún libro, ni podía sobrar alguno. Se preguntaba  porqué su padre nunca le dejaba cogerlos, o porqué nunca le leía alguno. Es más, siempre le regañaba cuando quería entrar aquí. Pero hoy su padre no estaba en casa, no podría prohibirle nada. Así que se armó de valor y cogió uno de aquellos volúmenes, el primero que se le puso a mano. Lo primero que le sorprendió fue su peso; era tal, que casi se le cae al suelo. Qué vértigo sintió al notar cómo le temblaban los codos y cómo apenas podía sostener ese libro entre sus brazos. “¡Cuántas palabras tendrá este libro para pesar tanto!“. Con mucho miedo y cierta inseguridad llevó el libro hasta una de las sillas y lo apoyó allí. Apenas fueron un par de metros los que recorrió pero estaba agotada por el esfuerzo. Se alejó un par de pasos de la silla, para contemplar mejor su captura. Aunque cansada y nerviosa, se sentía radiante. El grueso volumen permanecía silencioso, ajeno a la observación a la que estaba siendo sometido, casi incitante en su quietud e indefensión. Se volvió a acercar a él y empezó a pasarle las manos por encima, por su tapa dura, cubierta de tela. Era un ejemplar maravilloso. Se decidió a abrirlo, asiendo con dos dedos la tapa y volteándola con lentitud. Le vino al momento una bocanada de aroma a papel y tinta que la dejó embriagada. Nunca antes, el descubrimiento de un libro había supuesto para ella tal avalancha de sensaciones: su increíble peso, el tacto suave de la tapa, la dulce combinación de colores, el aroma a misterio que emanaba de él. Casi le dieron ganas de pasarle la lengua por encima para comprobar también cuál era su sabor. Pero lo que se encontró dentro del libro la cautivó todavía más. De cada hoja, pequeñitas, ordenadas, condensadas, le saltaron a los ojos un número ingente de palabras. Más palabras de las que jamás había podido imaginar, y más palabras de las que llevaba ya guardadas en su cabecita. Y el libro tenía cientos, no, miles de páginas. Las hojas tenían un tacto muy suave, muy agradable, extremadamente finas, como de seda. Fue pasando esas hojas tan frágiles con cuidado, con temor a que se deshiciesen entre sus  deditos. En un primer momento ni siquiera prestó atención a las palabras que había escritas en esas hojas. Estaba completamente desbordada, era incapaz de centrar su atención en algún párrafo, era incapaz de detener ese alud de verbos, nombres y adjetivos. Pero por fin, sobreponiéndose a su estupor, cerró los ojos, escogió una página a voleo y posó su dedo índice en una de las líneas. Por algún lado quería empezar a leer y comenzaría por la palabra que su dedo indicase. Abrió los ojos, se inclinó, entornó los párpados y leyó: “Idiosincrasia”. Primera palabra y primera sorpresa. Nunca había escuchado esa palabra: era por tanto una nueva adquisición. “Idiosincrasia”  repitió lentamente. “¿Qué significará? ¿De qué extraño mundo vendrá? Al menos sonaba muy bien”. Pensó. Y  comenzó su ritual para memorizarla, para pronunciarla con la más bella de las entonaciones. La pronunció en voz alta “Idiosincrasia”. Y repitió “Idios…”  Pero no pudo terminar de declamarla. En ese momento entró su padre. “¿Pero Jimena, qué haces aquí?¿No te he dicho que no toques esos libros, que no son para ti?”  Fue tal el susto que se llevó, que soltó el libro y este cayó con estrépito. Jimena pudo observarlo en su descenso, y le pareció un pájaro gordo y torpe que aletea desmañadamente por remontar su vuelo. Eso le parecieron, los lomos y las hojas que se agitaban mientras el grueso volumen se precipitaba contra el suelo. Le dio pena verlo así, tan desvalido, espachurrado, tan fuera del lugar que le correspondía entre sus brazos. Pero no tuvo tiempo de recogerlo. Más rápido que ella, su padre la cogió de una mano y la sacó de la habitación. “¿Ves lo que has hecho? Anda vete a jugar con tus libros y deja los de papá en paz.”

                                          Fin de la tercera parte... que acabará en el próximo capítulo.
                                                        Dedicado a todas las bibliotecarias y bibliotecarios...

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