viernes, 17 de diciembre de 2010

BOLA DE GRANITO (2ª parte)

II

Como ya he dicho, no llevaban guía. Simplemente empezaron a tirar porque asumieron con increíble rapidez que era lo que debían hacer. Me atrevo a decir que el ambiente entre ellos era en estos primeros momentos muy jovial. Se miraban unos a otros, se saludaban; todos se conocían pues eran vecinos del mismo pueblo, compañeros de escuela que habían crecido viéndose unos a otros arrastrando siempre torneadas piedras de granito. Eso sí, no podían estrechar sus manos, tampoco palmear sus espaldas. Era tal el esfuerzo que debían de hacer, que tenían que recurrir a todo su cuerpo para que el ritmo no decreciese. Sus manos sólo podían usarlas para aferrarse con más fuerza a los aparatosos correajes, que se acomodaban constantemente a las curvas de sus músculos para hacer de manera más eficiente su trabajo. Pronto se quedaron sin palabras que dirigirse, y así, pudieron definitivamente volcarse por entero en su faena. El silencio que se apoderó de ellos era aún más pesado que la enorme esfera que remolcaban. Al no llevar guía, no sabían tampoco hacía dónde se dirigían. Pero eso pareció no importarles. En su recorrido, nunca les faltaba algún camino por el que transitar. Cuando llegaban a algún cruce o bifurcación, se limitaban a escoger cualquiera de las opciones, sin ningún tipo de razonamiento previo, y continuaban impasibles con su constante acarreo, en esa nueva dirección.

Llegaron así, en un tiempo que les pareció breve, al primer pueblo. Allí, para su sorpresa, ya les estaban esperando. Al igual que en su pueblo natal, toda la población se había congregado a los bordes del camino y repetían a su paso las voces de aliento y satisfacción. Algunas jóvenes hermosas se aventuraron incluso a acercarse a la silenciosa comitiva y sobre la cabeza de los jóvenes, fueron colocando coronas de flores y diversos y coloridos collares. Los muchachos recibían todos estos abalorios con semblante alegre, altanero, aunque no se permitieron realizar algún gesto de agradecimiento. Tampoco soltaron sus manos de los arreos para despedirse, cuando dejaron atrás este primer pueblo.

Y de este modo continuaron durante los primeros días. Para su asombro, ni siquiera pararon a descansar cuando llegaron las primeras noches. Al estar solos, nadie les impedía detenerse, ellos eran sus propios jefes para establecer el ritmo de la marcha. Pero prefirieron continuar avanzando, sin rumbo fijo, sin una meta determinada. Algunos de los muchachos más hábiles, pudieron incluso echar alguna que otra cabezada sin interrumpir en ningún momento su avance, sin soltar nunca sus aparejos. Pero pronto, ni siquiera el sueño o la zozobra tuvo cabida entre ellos. La tarea para la que habían sido elegidos se impuso sobre cualquiera de sus carencias humanas. Del mismo modo, llegó un momento en el que incluso dejaron de alimentarse, y todos los orificios de su piel se cerraron. Ya no sudaban ni micionaban. Al igual que su espíritu se había doblegado desde hacía tiempo, su cuerpo no tardó en domesticarse. Se hicieron inmunes al agotamiento físico o a las inclemencias del tiempo. Se convirtieron sin saberlo, en verdaderos autómatas. Se impuso al fin una voluntad suprema de arrastrar esa pesada bola de granito, por todo el mundo, durante un tiempo infinito.

III

Y pasaron los años. Los jóvenes eran ya hombres tremendos, hercúleos, completamente labrados por su sobrehumano esfuerzo perpetuo. Pasaron por cientos de pueblos, siempre siendo recibidos con la misma algarabía y aires festivos. Allá donde llegaban, suponían un motivo de celebración, el espectáculo más increíble para los habitantes del lugar. Regresaron algunas veces a su pueblo natal, donde muchos de sus familiares habían ya muerto. Aunque se les seguía recordando con un entusiasmo estoico. Todos sabían que ese era su lugar de origen y eso hacía que se hinchasen aún más los orgullos de esos superhombres. Nuestro protagonista, aquel bebé inquieto que tuvo la desgracia de nacer siendo un bebé fornido, era uno más entre ellos, aunque se podría decir que su figura, era de las que más destacaba entre el grupo que formaban. Fue por eso, siendo más alto que la mayoría de los compañeros que le escoltaban, que pudo un día alzar su mirada y observar todo lo que le rodeaba. Y en ese momento tuvo la mala suerte de cruzar su mirada con la de una muchacha, que a su vez observaba el paso de la solemne comitiva. La muchacha, al contrario que la muchedumbre que les rodeaba, permanecía en silencio, ajena a la algarabía irracional y desatada. Y en su mirada, pudo descubrir nuestro protagonista cierta inquietud: “¿Por qué arrastráis esa bola de granito?”. Quiso el hombre al instante responderle con su único pensamiento: “Debe ser así”. Pero se dio cuenta atónito, que esta vez, no podía hilvanar por completo su réplica. De repente, ante la inquisitiva mirada de una muchacha desconocida, esa premisa única y ancestral, había dejado de tener sentido. La respuesta, por lo tanto se quedó hormigueando dentro de sus pupilas, y por única contestación, le devolvió a la muchacha una mirada cóncava y triste.

Nadie a su alrededor pareció percatarse de esa momentánea zozobra. Nuestro hombre, además, continúo con el ritmo marcado. Aunque en su interior, como una carcoma latente comenzó a crecer una duda, una alarma que empezó lenta pero fatalmente a voltear su espíritu. Nuestro hombre ya no volvió a ser el mismo.
Fin de la segunda parte

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