viernes, 6 de agosto de 2010

LA SILLA

                   Y fue justo cuando se subió a la silla que comenzó a verlo todo claro. Apenas se había alzado unos centímetros del suelo, el cambio de perspectiva no había sido muy sustancial, pero desde allí las respuestas empezaron a acudirle como un hatillo de guancitos. Desde su nueva altura podía apreciar con mayor detalle el cerrete de gente que le rodeaba y permanecía atento a su figura desaliñada. Podía ver tras el gentío, las fachadas blancas y polvorientas de las casas que ceñían la plaza central de Aguas Prietas, con la iglesia de Santa Úrsula, que procuraba con más pena que gloria mantener erguida la espadaña del campanario. Y tras esas casas y esa iglesia, se alzaba la silueta implacable, árida, pendeja de Sierra Rapada. Esa sierra mezquina, tachonada de chumberas como picaduras de viruela, que durante las últimas semanas había sido su morada. Aunque el deambular errático por esas lomas había terminado hacía ya algún tiempo. Ahora volvía a estar en el pueblo, en su plaza, subido a una silla, rodeado por la atenta mirada de sus vecinos. Escuchaba también el canto de las chicharras, segundero del verano, y parecía que ese tórrido compás quisiera decirle algo. Notaba Venustiano Luengo como todos sus sentidos, azuzados por el bochorno y el murmullo que le rodeaba, se iban afinando. Además sentía como si con el sencillo gesto de doblar una pierna y encaramarse a la silla, en realidad se hubiese elevado a los cielos, impregnándose a la vez de una sabiduría infinita. De repente lo vio todo claro. Más que verlo lo sintió. Las respuestas le llegaron desde todos los ángulos del secarral que le rodeaba y se fueron desparramando con suma rapidez por los rincones de su espíritu. El murmullo de la gente le hablaba, el chirrío de la chicharra le hablaba, las gotas de sudor que perlaban su frente y sus mejillas le hablaban, su piel que se incendiaba, sus rodillas que empezaban a crujir y quejarse… Todo le hablaba y todo lo entendía de forma clara. Venustiano había errado en su destino. La solución no era unirse a las huestes de Zapata. Con ese vagar por el desierto y soliviantar cortijos no conseguirían enderezar esa patria quebrada. Tampoco llevaban la razón los sicarios del tirano Porfirio. Los revuelos del pueblo, los abusos de los poderosos, ese ir y quemar de poquito a poquito los rincones del país, ese tirar unos de otros no era lo cabal que pedía la tierra. Esa tierra más extensa, esa tierra cuarteada, esa tierra quejumbrosa, esa tierra aún más grande y más sabia que el propio México. Esa tierra que era la que ahora le platicaba con sus señales ancestrales, y que antes ya había hablado con otros que ya se chingaron y sangraron sobre ella. Y la tierra plañía, le decía al pobre de Venustiano qué era lo bueno para ella, hacía dónde debían los hombres dirigir sus pasos si no querían pisotear más sus entrañas secas.

Y el sol desde lo alto derramó sobre las cuencas de sus ojos un último fogonazo.

Y fue que Venustiano quiso hablar, comunicar a todos los que le rodeaban lo que había descubierto, lo que la tierra le desvelaba, cuando alguien le pegó una patada a la silla. Y allí quedó el cuerpo de Venustiano Luengo, meciéndose con un ligero crujido en el centro de la plaza de Aguas Prietas. Y en su garganta se transformaron en ahogo unas palabras que jamás serían escuchadas.

Este cuento, qué cojones, se lo dedico a Javi, y a Benhumea y Pati, nuestras lectoras mexicanas.

3 comentarios:

BENHUMEA dijo...

Pero por dios, esta abierto mi pecho colorado¡¡¡ exquisito... me ha encantado y muchas gracias por la dedicatoria, mi tierra quejumbrosa eyyy pero realmente hermosa...mi paraiso¡¡¡¡¡

Mil millones de besos y un caluroso abrazo¡

Tresmasqueperros dijo...

Gracias por tus comentarios, Benhumea. Un beso y esperamos verte por aquí a menudo.

Leandro dijo...

Ayer leí éste, Julián. Es bueno, y el giro final lo hace mejor. Uno de los que más me ha gustado